septiembre 24, 2008

NARRATIVA: RICARDO RUBIO


Nació en Buenos Aires, 1951 (narrador, poeta y dramaturgo). Es Profesor de Inglés, Analista programador y Editor. Coordina talleres literarios desde 1984 y es director de teatro. Estrenó doce de sus obras teatrales en Buenos Aires y provincias; una de ellas en Madrid.
Dirige el Grupo Literario La Luna Que desde 1980. Dirigió las revistas La Luna Que, Tuxmil y Considerando en frío; los ciclos: "La cara de nosotros, ustedes", "Mujer Poesía", "Marcha poética" y el Café Literario "Tinta Buenos Aires". Secretario de Cultura de la Sociedad Argentina de Escritores OB (2005-2007). Presidente de Sociedad Argentina de Escritores OB (Período 2007-2010). Secretario General de la Asociación Americana de Poesía (1999-2002), entre otros.
Ha sido traducido parcialmente al francés, al italiano y al ruso. Participa en la coordinación de la Exposición Itinerante de Revistas Culturales y Literarias Nacionales y del Exterior a lo largo de todo el país. Disertante especializado en las vidas y obras de Reinaldo Arenas y Elvio Romero.
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BIENES GANANCIALES

El fotógrafo congeló los ángulos de la escena; la casera gorda gimoteaba ya cansada de gritar. Mi superior era un cretino que repetía las palabras de un folleto, como creyéndolo. Me miró, yo miré a los agentes, y estos a la gente amontonada del otro lado de la faja. El muerto interrumpía el paso por la vereda y lo que fuera su vida se secaba lentamente sobre las baldosas amarillas. El forense se calzó los guantes, alzó los anteojos y revisó el cadáver mientras sorbía un resto de café. En el tajo del extinto se leía cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad económica y precisa. Pusieron una cinta alrededor del tugurio, una línea en torno al cuerpo y un título al expediente. El finado tenía tres garitos en Belgrano, un sauna en Flores y una venta de fatay en La Salada; todos sabíamos que dejaba sin trabajo a una docena de matones y un lugar vacío en la cama de una rubia de edad imprecisa que años atrás expusiera sus cuartos en publicaciones baratas. El esbirro principal del fiambre, su espalda, su “sí señor” y su probable asesino, estaba entre los curiosos. Era un punto conocido que me debía una; lo miré a los ojos y me devolvió el gesto con el vago vacío de los gatos tranquilos. Supe inmediatamente que él supo lo que había hecho. Giró sobre sí y a paso apacible se alejó por la avenida girando en la bocacalle. Salí sobre su espalda ignorando los gritos del oficial. Al llegar al cruce ya no estaba, o quizá sólo dije que no estaba. Si encontraran el potrero y lo desenterrasen, verían que su garganta tiene un tajo en el que se lee cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad económica y precisa. Yo, en cambio, ahora tengo tres garitos, un sauna, una rubia sin prejuicios y una venta de fatay. Ah, y conservo un rango al que se le hace la venia.




POR UNA CABEZA

El sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro, controló el tambor con sus dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo animaron con un cheque de cuatro ceros por el paradero de una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda de un rufián. Entró al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la acritud. A cambio de un diez, el gordo Bétiga le sirvió la ginebra del desahogo y le señaló el sur con el dedo mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras, y acercándose a la cerca cercana, oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno. Del otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos de la mujer que buscaba. Ahora el resto de la paga estaba al alcance de las manos; y las manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la traspuso con la idea tibia y el corazón helado. Cuando se oyó el estampido, la mujer no supo que el grito de espanto había vuelto a su boca presionada por los dedos que cruzaran el muro. Minutos después, el hombre guardó su treinta y ocho corto del cincuenta y dos con una sola bala fresca, y le ordenó a la fementida fémina que se enfundara. La hembra se encajó en su ropa costosa, se envolvió en un aroma importado, se pintó los labios torvos como ceniza, tiznó sus mejillas, el contorno de sus ojos, y juntos salieron esquivando al punto que se desangraba con un lento hilo de sangre que, como ellos, buscaba la calle

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